¿Es nuestro sistema político
verdaderamente democrático? ¿Qué cosas se deberían cambiar para perfeccionarlo?
Estas son dos de las preguntas que se me ocurren para comenzar respondiendo.
Desde sus inicios, el sistema
político español se ha basado en cuestiones provisionales. Esta provisionalidad,
bien es cierto, es la que ha conseguido que el sistema se estabilice, ya que en
la transición fue necesario el consenso para poder legitimar poco a poco el
sistema. El problema es, que una vez estabilizado el sistema y finalizada la
transición, esas cuestiones provisionales se han quedado tal y como se pensaron
en un principio para ese período transicional.
El problema de esta
provisionalidad, se une a la visión a corto plazo de la clase política, la cual
solo mira desde que llega al poder hasta las siguientes elecciones. Estos
problemas han creado en la ciudadanía una incredulidad y una decadencia cada
día mayor de la legitimidad de los gobiernos.
Muchas personas creen que la
democracia significa simplemente elecciones libres y periódicas. Estas personas
están equivocadas, ya que eso puede ser una democracia en el sentido más
estricto de la palabra: una democracia de mínimos, como diría Robert Dahl.
Pero la democracia, en su más
amplio significado, es algo más. Significa igualdad, proporcionalidad, libertad
individual y muchos otros valores. Y para que la democracia de mínimos se
convierta en una democracia de calidad, es necesario poner unos límites claros
al ejercicio de poder, estableciendo unos mecanismos que eviten los abusos de
poder y que limiten las desigualdades entre la clase política y el ciudadano.
Como ya he dicho antes, estos
límites deben ser estrictos, sobre todo, en determinados temas. Los temas
básicos en los que falla el sistema político español (la mayoría de ellos
elementales en cualquier definición de democracia) son: el sistema electoral y
la representación política, la separación de poderes, la democracia interna de
los partidos, la libertad de información (prensa independiente), una
constitución eficaz y una organización territorial eficiente.
Pues bien, debo decir, que el
sistema político español no satisface completamente ninguno de estos puntos
(algunos de ellos de forma nefasta).
Para empezar, el sistema
electoral no favorece en absoluto la representación directa. Los ciudadanos
votan a partidos con listas cerradas en vez de votar a personas. Pero esto no
es lo peor; lo peor es que los representantes que se eligen en los partidos no
son los que más valen ni los que más se han ganado llegar a serlo, sino que, la
mayoría de las veces, los que acaban llenando las listas son personas sin
formación ni experiencia anterior, que están ahí simplemente porque se les debía
un favor o porque “ya le tocaba serlo”.
Sin embargo, limitar esta
elección de líderes al azar sería poner límites a la democracia, lo cual
resulta una verdadera paradoja, ya que para perfeccionar la democracia,
tendríamos que poner límites a la misma.
Pero además de elegir a los
representantes, la dirección de los partidos impone unas normas de conducta a
sus diputados, senadores, concejales y demás representantes políticos (lo que
comúnmente se llama disciplina de voto), lo cual atenta completamente contra
los ideales democráticos, destruyendo así cualquier viso de libertad individual
dentro de los partidos políticos. Podríamos decir también que esto es un
límite a la democracia de los que hemos hablado antes.
Pero este no es el único problema
del sistema electoral. El otro problema viene dado por la complejidad
territorial de nuestro país. Esta complejidad territorial, además de crear
numerosas duplicaciones de servicios (y por lo tanto de funcionarios y de gasto
público), provoca que el sistema electoral no sea todo lo proporcional que
debería ser.
La falta de proporcionalidad
provoca que partidos con menos votos pero muy concentrados, acaben obteniendo
un mayor número de escaños que otros partidos con un mayor número de votos más
dispersos. Por poner un ejemplo, en las elecciones de 2011, UPyD (partido con
voto disperso por todo el país) fue votado por 1.143.225 personas. CiU (partido
con votantes únicamente en Cataluña) fue votado por 1.015.691 personas. Sin
embargo, UPyD obtuvo 5 escaños y CiU obtuvo 16. ¿Cómo es esto posible en un
sistema que debería presumirse proporcional e igualitario?
Pero continuemos con la división
de poderes. Al igual que en la elección de los representantes de los partidos
políticos no es el ciudadano el que los elige, tampoco es el ciudadano el que
elige a los altos cargos del poder judicial. Es el parlamento el que elige a
los principales magistrados del Tribunal Constitucional, del Consejo General
del Poder Judicial y de muchos otros órganos judiciales, rompiendo así la tan
reclamada y democrática división de poderes y, una vez más, provocando una
deslegitimación. Esta vez en la justicia, en la cual, dicho sea de paso, ya no
cree absolutamente nadie.
El poder legislativo tampoco es
independiente del ejecutivo. Para variar, las decisiones las toman los partidos
y no los representantes individuales (recordemos la disciplina de voto). Esto
es así porque trasladar las propuestas al parlamento es un mero trámite. Al
gobernar, tienen mayoría, con lo que ya tienen prácticamente la cantidad
necesaria de votos para llevar adelante esa propuesta. Si esa mayoría no es
absoluta, forman coaliciones para conseguirla mediante generosas cesiones de
poder a partidos minoritarios y partidos nacionalistas como CiU, ERC, PNV, etc.
Alguna persona pensará que esto
no debería estar permitido y que seguro que en la Constitución hay algo que lo
prohíba. Pues esa persona se equivoca de nuevo.
El problema es que tenemos una
constitución rígida, que necesita poner patas arriba medio país para reformarla
(lo cual se pone de manifiesto al ver que solo ha habido dos reformas en más de
30 años). Ningún partido se atreve a meterse en una reforma constitucional
(tampoco les interesa a los que tienen poder para realizarla), sobre todo si
tiene que ver con leyes orgánicas como la modificación del sistema electoral.
Por lo tanto, los ciudadanos
tenemos una Constitución ineficaz y no tenemos el poder de cambiarla.
Y para terminar, el último
problema grave del sistema político español (hay muchos más, pero estos son los
principales) es la falta de una independencia de la información.
Los medios de comunicación, ya
sean periódicos, radios, televisiones, etc., están aliados con determinados
partidos políticos. No voy a poner ejemplos evidentes, pero voy a ilustrarlo
con un caso: por regla general, si sabes que un ciudadano lee un periódico u
otro, ve un canal de televisión u otro o escucha un dial de radio u otro,
probablemente sepas el partido al que vota o, por lo menos, la ideología tiene.
Todo esto no debería ser así,
pero por desgracia, son problemas tan enormes que hacen cuestionarse si España
es verdaderamente una democracia. Si le preguntásemos a un teórico experto en
democracia, probablemente diría que cumple las características mínimas, pero
que no es una democracia de calidad.
Pero como ya he dicho, no son
problemas que no se puedan solucionar. Lo difícil es encontrar a gente con la
voluntad suficiente para hacerlo.
A mi cada día me cuesta más
creerlo, pero aún no he perdido la esperanza de ver una España con un régimen
electoral proporcional, una representación directa (o por lo menos más
directa), una división de poderes real, una Constitución eficaz, una prensa
independiente y, en definitiva, un sistema político realmente democrático.
Ignacio Gutiérrez Gómez-Acebo